Hace unos días, Laberintos celebró una sesión dedicada a un tema de actualidad: el conflicto en Colombia. Esta vez, la idea giró en torno al perdón y a la vida tras las heridas de la guerra. ¿Cómo educar las conciencias luego de períodos tan traumáticos? ¿Puede una víctima de ultrajes espantosos seguir adelante? ¿Es posible el perdón? ¿Debemos recordar lo sucedido, o simplemente olvidar? Son preguntas espinosas y difíciles de responder, pero que deben plantearse, porque cuando la sangre ha corrido tanto en un país, fingir que nada pasa es tan censurable como quien cree que cosas así son inevitables, pues, a su juzgar la naturaleza humana está condenada a destruirse.
Un pueblo sometido al dolor corre riesgos insospechados; uno de ellos, acostumbrarse a la muerte, la violencia y la injusticia, porque no se respira nada más que eso; llegar a considerar, ¡infortunio de los infortunios!, que hay un telos perverso tras los sucesos ominosos, las guerras fratricidas, la corrupción sin parangones, la humillación sin límites, acaba siendo la respuesta a las muchas e inquietantes preguntas de la consciencia sorprendida por la barbarie, pues su impotencia ante acontecimientos tan lamentables, desalienta y obliga a recular para huir lejos del mal; no permite pensar claramente debido al miedo; obliga al silencio como mecanismo de defensa; despierta la desconfianza entre todos, al punto que se piensa que sólo se convive entre lobos rapaces y oportunistas, agazapados en espera de su momento.
Un pueblo así necesita superar los traumatismos, pero no olvidando que ocurrieron, sino hablando de ellos. Esperar a que el tiempo cure las heridas es sólo una salida mendaz y, hasta cierto punto, ingenua, que a la postre, acaba pasando factura; el tiempo no cura nada si no se hace nada. Las acciones lo cambian todo, para bien o para mal, pero deben realizarse, de lo contrario, las cosas seguirán tal como quedaron. No fiarse del tiempo, sólo de las acciones, es lo que debe sugerirse ante la adversidad. De modo que si se habla de lo que ha ocurrido, por más horrible que haya sido, algo se podrá hacer con ello; no sacar moralejas ridículas para que los hechos no se repitan más adelante, que el eterno retorno nietzscheano no parará sólo porque nosotros nos sentemos a jugar a las fábulas, sino de hacer partícipes a los demás de una experiencia singular; se trata de un llamado a descubrirnos en el otro, de reconocer que hay un más allá de mis narices que clama por ser oído. En suma, la idea es trazar un puente con el mundo circundante, para que se dé un cruce de información sensible y pertinente, cuyo objeto no sea otro que comunicarnos verdaderamente.
La Memoria nos ayuda con eso; a diferencia de la historia, más sistemática y rígida, un poco falaz, porque condensa versiones convenientes, la Memoria recoge las voces de un pueblo, sus emociones y experiencias sobre sus vidas; desea mostrarnos que cohabitamos en un espacio mutuo, ajeno a los mezquinos intereses del individualismo y la propiedad privada, que sufrimos el atropello del tiempo como especie y no como una ostra abandonada a su suerte. Lo que sucede a uno debe preocuparle a todos, nos dice esta Memoria persistente, un poco apenada por recordarnos algo que no debiéramos olvidar; abolir la indiferencia de las multitudes es su meta, y suscitar empatía entre la diferencia, que no debe asumirse como tal, sino como pluralidad, riqueza y variedad; comprender, finalmente, que vivimos en un mundo muy amplio, donde cabemos todos, pese a lo que arguyan los amantes del lujo y la ostentación, que en contra lo que digan los ortodoxos, la heterodoxia no es un desbarajuste de las tradiciones, sino la reescritura y adaptación de las mismas.
Digamos lo sucedido, mediante la Memoria, para que el dolor tenga sentido en un mundo que no lo tiene; hablemos al otro, para que sacuda su narcisismo, y venga a la sombra del árbol a hacernos compañía; contemos nuestra historia, para que el otro nos cuente la suya, que los lazos empáticos diezmarán las fronteras egotistas. Esa debiera ser nuestra misión en esta vida sin propósito, bastardeada hasta el asco por quienes nos enseñaron a guardar silencio y soportar la injusticia como si el mismísimo Dios la hubiera decretado. Hagamos, con las migajas de ilusión que aún nos quedan, una auténtica catarsis; decir el dolor no lo hará desaparecer, ni siquiera es probable que lo cure, pero, quizá, y deseo pensar así, aliviará nuestra soledad y la de los otros, hará que frágiles y expuestos busquemos una mano amiga y comprensiva que pueda lavar nuestras llagas.
Al final, sólo cuenta hacer algo...cualquier cosa. Y tú, ¿cómo harías catarsis?